Desde que tengo uso de razón recuerdo el pasillo de casa de la Abuela como ese lugar en el que había guardadas cosas valiosas y mágicas. A saber, las herramientas del abuelo, los tebeos de mis tíos donde a veces salía una amazona en bikini en un tebeo de Conán, al arco y las flechas de Ángel, la moto, los chorizos del pueblo....
Además, era utilizado como pista de pruebas para cualquier artilugio que pudiéramos utilizar para lanzarnos cuesta abajo, ¡menudos leñazos nos hemos dado contra la pared o lo que fuera que detenía nuestra inercia! Y eso sin mencionar los raspones, para mi era llegar el buen tiempo y criar una costra en las rodillas que me duraba hasta el otoño.
Al fondo del pasillo estaba el patio, allí hemos trepado la cuerda, arriesgado nuestra vida en el columpio, e incluso jugado al baloncesto. La abuela aún recuerda cómo encestaba la pelota desde la puerta del baño lanzándola por encima de la puerta verde, casi sin ver la canasta. Hoy en día tan solo queda el pasillo pero la abuela señala el suelo y sigue contando esta historia haciendo el gesto de tirar a canasta con sus brazos.
Este fin de semana recordé el pasillo de la Abuela porque a Ethan, Sophia y sus amigos (un par de vecinos que vienen a jugar con nuestros hijos) les ha dado por sacar todo aquello que tenga ruedas y echarse carreras en el driveway (el trocito de asfalto que entra a nuestra casa desde la carretera y dónde aparcamos los coches). Mis hijos también forman parte de las diferentes generaciones de Vidorretas que han disfrutado en el pasillo de la Abuela, y ahora Ethan ya tiene su propio monopatín (de Spider-Man eso sí) en el que lanzarse a tumba abierta, y aunque el pasillo nos quede un poco lejos en el mapa, en nuestros corazones sigue estando muy cerca, tanto que sí cierras los ojos puedes oír a la Abuela llamándonos para merendar un vado de leche Colacao y bizcochos.
miércoles, 10 de marzo de 2010
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